Su mirada se perdía por la ciudad devastada. Las murallas habían caído, sangre inocente pintaba las calles de piedra. De los tejados de paja, de las casas de adobe, surgían lenguas de fuego, columnas de humo negro. La ceniza bailaba en el aire.
Aun se oían los gritos de los muertos, los saqueadores aun buscaban entre los cascotes una recompensa lo suficientemente valiosa con la que pagar todo el sufrimiento provocado.
Rabia, ira. Había llegado tarde para evitar lo inevitable. Tristeza, desesperación. Donde antes lo había habido todo, ahora ya no quedaba nada.
Se mordió el labio para contener las lágrimas. Nadie se merecía eso.
A lo lejos, el llanto de un niño. Entonces sintió una mano en su hombro.
- Cuando estés preparado… - la voz era apenas un susurro ronco – podemos partir. No hay nada ya aquí que podamos hacer.
- Nunca estaré lo bastante preparado. Vámonos.
En sus pupilas quedaría para siempre grabado, el eterno dolor de la tristeza.